el viento era frío y violento,
aparcamos la furgoneta en una especie de pueblo fantasma
que hacía de frontera entre el mar bravo
que golpeaba con fuerza la orilla y las montañas
que observaban impasibles el paso del tiempo.
Llevábamos horas sin comer ni beber nada,
de repente entre la veintena de casas con las ventanas y persianas cerradas
que conformaban aquel pueblo
encontramos un pequeño barecito
que para nuestra alegría estaba abierto.
Dani entró primero y yo detrás de el,
en su interior un joven tabernero nos recibió con mirada seria,
y a nuestra petición de alguna cosa para comer
nos mandó al restaurante de al lado del bar,
el problema es que tal restaurante no existía
y en el pueblo no había indicios de encontrar más gente
que aquel extraño tabernero con pocas ganas de ofrecernos cualquier cosas.
Así, que tras esta extraña situación decidimos volver a la furgoneta
y proseguir el camino.
Los dos estábamos bajos de energía por el hambre y la falta de sueño,
pero el mar rugía con fuerza
y nos intrigaba que podríamos encontrar,
así que proseguimos la costa hasta llegar a algún lugar donde pudiéramos surfear.
Después de una hora de trayecto,
bingo!,
la suerte nos sonrió en forma de lineas ordenadas y tubos,
con fondo de arena y aguas azules transparentes.
No había nadie en el lugar
y sin pensarlo ni un solo momento entramos al agua...